Quiero decir en su nombre que noviembre no es el mes de los muertos, es tan sólo el parpadeo de su rigidez.
Gustavo Ogarrio / La Voz de Michoacán
Dicen que en noviembre caben todos los muertos. Los que murieron despacito, con lentitud inagotable como una gran vela en la oscuridad, sin pausa y sin causa; los que fueron felices sin darse cuenta, con la dulzura cauterizada en sus ojos abiertos de ceniza descompuesta; los que fueron arrancados de la vida por el torbellino del accidente, del balazo en la nuca, del instante milenario que los hizo morir de una vez y para siempre en nombre del apocalipsis de la especie; los que se fueron sin pagar la cuenta, aquellos cuya muerte fue la repetición inasible de la injusticia consumada; los que tuvieron raíz de eucalipto y de bandera. Pero también están los que tuvieron una muerte de manicomio, los que se extienden en el firmamento de tinieblas sin que nadie pueda dar cuenta de su olvido.
Yo quiero hablar de los que no tuvieron tumba, me refiero a los que se fueron envueltos en las alas del ángel negro que transita por esas calles en las que no hay ni un sólo juramento de eternidad, ninguna intriga contra el capitalismo, ni bruma de amores contrariados ni excesos de fidelidad hacia el humanismo. Quiero decir en su nombre que noviembre no es el mes de los muertos, es tan sólo el parpadeo de su rigidez, el rictus de una soledad que espera romper el ataúd de los vivos para recriminarles, cara a cara, el por qué los dejaron morir tan deshabitados, en la sala de operaciones del hospital, en la atmosfera del cloroformo, en las avenidas y camellones desiertos, en los grandes basureros de desperdicios separados, en las madrugadas de placeres innombrables que contemplaron sin estremecerse la muerte ajena. Quiero decir en su defensa que esta modernidad de autopistas, centros comerciales, televisores de alta definición y de honores a la bandera, será el sepulcro verdadero, el pantano de cuerpos y motores en el que se baten a muerte los aullidos de la vida.
Yo, que como todos ellos también soy lápida y epitafio anticipados, polvo de olores subterráneos que guardan el porvenir bajo la almohada, preparo mis belfos para el olvido y mi futura ausencia tiembla con el olor del cempasúchil y con la contemplación de las mariposas negras.