La escritora entrelaza el imaginario y la mitología judeocristiana a través de los poemas para contar cómo somos un cuerpo habitado por nuestros muertos

Carmen Mireille colaboradora de La Voz de Michoacán

Conocí a Frida Lara Klahr cuando fui a un evento literario en un bar de Morelia. Ahí escuché su poesía, aquellos versos me atraparon de inmediato. Creo que, si supiera el grado de efecto que me provocó, entendería por qué después de más de diez años su poesía volvió a mí para recordarme que mi búsqueda estaba en sus palabras y en su genealogía.

Para empezar, recomiendo la antología Texto Errante. Ánima Eva, publicada por la Secretaría de Cultura del Gobierno del Estado de Michoacán en 2005. Ahí encontrarán una selección de su poesía desde 1965 hasta el 2005, y entenderán la magnitud de su escritura.

Su poesía es intimista. Lo podemos ver en este poemario, dividido en nueve partes, en las que encontramos algunas obsesiones suyas, así como la evolución del lenguaje y la sutileza en la forma de usarlo. Una de las cosas que encuentro relevantes en la estructura del libro es que inicia con sus poemas más recientes y se va hacia atrás en orden casi cronológico.

Las nueve partes son: La balsera del silencio (20003-2004), La voz que no tiene nombre (20003-20004), La mujer de Ur (2000), Se congeló el diseño de su canto (2003), Navarra decantada (1994), Cautiva de libertad (1995), Mi antiguo oficio de mirar (1990-1992), Talle roto (1988-1994)y Nuevo Cantar de Isolda (1965-1981).

Dentro de ellas, podemos encontrarel espacio liminal que se comunica con el silencio, en un no saber navegar. Así, el avance no contiene una meta propia; pero la muerte, con su comunicación silente, nos habita y el eco del exilio se posiciona en la imposibilidad de escribir la pérdida de lo amado.

La ascendencia judía de Frida aparece en los símbolos introducidos al poema. El nombre no es más que una cifra que la muchacha amarilla (la muerte) devora con silencio, mientras es silencio. Aquí comienza a aparecer la obsesión por el sonido sibilante de la s, así como por la serpiente y Eva. La cual nos dice que debemos renombrar desde lo femenino y no seguir el destino marcado por lo masculino. Deambular es rebeldía y amor, principio y verbo.

La escritora entrelaza el imaginario y la mitología judeocristiana a través de los poemas para contarnos cómo las personas somos un cuerpo habitado por nuestros muertos y, mientras nuestros ancestros se manifiestan en la corporalidad, nosotros somos analfabetas en la interpretación de esos signos. De tal modo que estamos exiliados ante lo perdido, somos huérfanos de nosotros y de los antepasados. Hay un granpeso en llevar el mismo nombre de la abuela y sus actos, mientras se escribe un texto que es bastardo, porque nadie lo pidió, pero era necesario parirlo. El siete, número cábala, pareciera un dios dentro del texto.

La poeta canta al origen, al fruto. Su garganta es raíz. Así manifiesta la metapoesía, nos relata al poema desde el poema, aunque no se enfrasca en el poeta. Mejor deja que el canto la arrope y, habitada por él, aun si la ausencia se manifiesta, seguirá cantando el poema. Entonces, aparece la mirada como medio para contar, como búsqueda de la voz propia. El silencio imperturbable del agua se une a esa mirada como medio de posesión, de habitar el deseo por lo que se contempla y de transformarse en ser deseante. La poeta mira, desea poseer, pero lo que le queda es el duelo.

De tal manera, Frida Lara Klahr nos guía en su antología y en la vida. Y a mí, en la creación de una voz propia desde mi genealogía, aunque me desborde porque “cuanto más alimentas de palabras las cosas (…), más avidez más hambre”.


Carmen Mireille es escritora, profesora y editora independiente. Ha publicado las plaquettes Sensitiva, Bitácora del indeseable y La mujer y su casa. Se ha presentado en varios encuentros literarios y ha dado talleres por parte de Conaculta.

Crédito de las imágenes
Portada del libro y fotografía de Carmen Mireille: Archivo personal de la autora.
Fotografía de Frida Lara: Tomada del libro reseñado.