Estos pasillos están hechos para espantar la vida, para expulsar el olor de los mercados y las plazas, para no despertar el peligro de los muelles clandestinos en su tráfico de hedores y existencias

Gustavo Ogarrio

En el tablero luminoso se mezclan horas y ciudades sin deseo, destinos de metal y tierra que son despojados de sus propios combates en la voz cavernosa que va ordenando en el salón de vuelos el azar de los destinos. Sobre las tersas alfombras impersonales se deslizan acuáticos olores ya sin origen, sedientas maneras de esperar en las que no se acumulan los gritos del mundo ni las ramas podridas de esos ríos en los que se bañan y mueren los ancestros. Un aeropuerto internacional es como una pecera sin dioses, una estopa amniótica de la que nunca saldrán estegosaurios, tortugas, cocodrilos o cebollas lacrimógenas. Están hechos para el gran olvido, diseñados para ejercer la anti-memoria de las horas muertas; para la revisión minuciosa del equipaje que busca nitroglicerina en la granada, una navaja en el cepillo de dientes, veneno en el jugo de naranja, una herida de besos en la lengua, la caricia de tiniebla en el zapato. Idiomas disecados en las canciones que se tararean en las amplias salas de espera o en las escaleras eléctricas y que no sirven más que para acurrucarnos por unas horas en nosotros mismos y lamentar la ausencia del mar ajeno y de los postes de luz inexpresivos y de los barcos que alguna vez nos llevaron a ningún lado.

Estos pasillos están hechos para espantar la vida, para expulsar el olor de los mercados y las plazas, para no despertar el peligro de los muelles clandestinos en su tráfico de hedores y existencias. Esta boutique sin crujidos de madera está hecha para aniquilar lo peor de las naciones, las pesadillas y la esencia inaprensible de lo verdadero.

En este teatro del vacío que huele a resina del capitalismo, en esta repetición de silencios que nos prepara con temor para el regreso o para bautizarnos como forasteros, en esta calma perfumada de mercancías en aparador, sólo merecen atención, del otro lado del vidrio, los grandes pájaros de la modernidad, los zopilotes metálicos de la guerra, ese ejércitos de falsas alas que espera sin gesto alguno, como cualquier mercenario, el momento de elevar a los privilegiados por el globo sin entrañas ya derruido.