El bienestar no depende del estado. Es una elección personalísima. No la definen otros entes o instituciones como la familia, el gremio o la iglesia.
Jaime Darío Oseguera Méndez
En su clásico “Ensayo sobre la Libertad” (On Liberty), John Stuart Mill, expone las ideas centrales sobre la libertad en la época moderna.
En Stuart Mill se encuentra la esencia del utilitarismo liberal. Es la idea de que los individuos pueden elegir su canasta de oportunidades y necesidades. Tienen la capacidad de decidir racionalmente lo que les conviene y alcanzar su felicidad.
El bienestar no depende del estado. Es una elección personalísima. No la definen otros entes o instituciones como la familia, el gremio o la iglesia.
En el utilitarismo el individuo es racional, calcula sus oportunidades y actúa en consecuencia. Decide si le conviene más trabajar que dedicarse al ocio o cuántas horas al día debe trabajar a cambio del salario que recibe.
Desde Jeremy Bentham, el utilitarismo se identifica como una teoría en la que los individuos toman sus decisiones sobre el bien del mal a través del resultado de sus acciones. Deciden sobre lo que les produce más placer.
En el acumulado, las mejores decisiones tienden a producir más placer o felicidad para el mayor número de individuos con lo que se maximiza la utilidad. A pesar de esta visión ultra individualista, en Mill si aparece la comunidad. El límite está en no agredir la libertad de los demás.
En el último de los casos, la libertad consiste en hacer todo aquello que no causa perjuicio a los demás. A pesar de ello, el individuo al ejercer sus libertades puede afectar a sus pares los gobernados, a los gobernantes o al gobierno. La información que obtienen y difunden, las acciones que realizan en el ejercicio de su libertad amenazan la estabilidad y la fuerza de un gobierno.
Esta es una de las grandes lecciones que existen en torno al caso de Julián Assange, hoy que después de una década, finalmente ha sido liberado en virtud de que ya purgó una pena y estuvo asilado en la embajada de Ecuador en Londres.
Su pena fue conmutada por un perdón, seguramente a cambio de que no siga publicando como lo hizo, la información que revela secretos de estado, militares de la política estadunidense.
Assange puso en jaque a los gobiernos del mundo, maravillando a los medios, redes sociales, seguidores de la conspiración y luminieris, provocando una revuelta en materia de discusión política, al dar a conocer cientos de miles de correos electrónicos, mensajes y memorándums que obtuvo al ingresar a sistemas de información del ejército de los Estados Unidos, dando a conocer asuntos de alto nivel diplomático, político, militar que involucran de manera ilegal e inmoral a los Estados Unidos en las invasiones sobre Irán e Irak así como en otros países del mundo.
Es claro que las constituciones de los estados modernos establecen una limitante para que el poder público no transgreda las libertades de los gobernados. En esta relación de supra a subordinación, en realidad la ley restringe el poder del gobierno contra los ciudadanos.
El caso Assange es lo contrario: desnudó las tropelías, excesos, violaciones a la ley, que realiza de muchas maneras el gobierno de los Estados Unidos a través de instituciones como el ejército para intervenir indebidamente en procesos políticos, electorales y en general en la vida colectiva de otros países. Lo hace también a través gobiernos sumisos a ellos y muchas veces impulsados por su conducto. Sucede en este afán de auto calificarse como el guardián de la democracia en el mundo.
Assange exhibió de cuerpo completo intervencionismo estadounidense. También mostró la vulnerabilidad que hoy tienen las instituciones a través de la internet y la capacidad de los piratas cibernéticos de desquiciar los sistemas de seguridad corporativo y gubernamental en todo el mundo.
En el momento en el que Assange hizo públicas las conversaciones, mensajes, correos, los Estados Unidos usaron todas sus influencias en el mundo para localizarlo y tratar de llevarlo a la cárcel por haber revelado secretos de estado
Es el gran fracaso de la democracia. Ahora los dictadores usan botarga de demócratas para reservar y no hacer pública la información de asuntos con el pretexto de seguridad nacional.
Volviendo a Stuart Mill ¿Es correcto, deseable, restringir la libertad de expresión del individuo, porque pretendidamente pone en riesgo los secretos de un estado? ¿Y si esos secretos son ilegales? ¿Qué pasa si atenten contra la felicidad de la colectividad o de otros pueblos?
¿Qué pasa si un ciudadano como Assange revela, en el uso de su derecho, información que ponga en peligro la estabilidad de las élites de poder en algún lugar? ¿Es correcto encarcelarlo?
Esta situación nos remite el funcionamiento de los estados modernos, que cada vez encuentran más formas de ser opacos, poco transparentes y abiertamente ilegales en algunas de sus decisiones, lo cual, ha generado una materia de corrupción profunda. Se trata de decisiones ya tomadas, que afectan la vida cotidiana a través de instrumentos como el presupuesto, el bolsillo del contribuyente o el espionaje sobre su vida diaria.
En el planteamiento original del liberalismo clásico, el estado no debería ser más poderoso que la colectividad a la que representa. En todo caso, aquí hay una transmutación de los medios en fines. Hoy parece que el fin último de los gobiernos es tomar decisiones ilegales, arbitrarias, opacas, con el supuesto pretexto de beneficiar a la colectividad.
Hoy parece jerárquica más importante la razón de estado que los derechos individuales. El Estado no debería privar de la vida o de la libertad un individuo que lo amenaza. Menos aún si los fines que persigue ese gobierno son perversos o ilegales.
El resumen de este enredo bien podría ser que los gobiernos se han convertido en un monstruo que trabaja sólo para perpetuarse: fiscal, presupuestal, cultural y políticamente. Son maquinarias que se dan vida a sí mismas, sin importar si están cumpliendo el fin para el que fue creado: lograr el bienestar de la gente.