Hay quienes siguen convocando a una lucha que ya no encuentra quién la siga.

Hubo un tiempo en que el solo rumor de un paro magisterial bastaba para dejar a Michoacán sin clases, sin maestras, sin pizarrones ni cuadernos. Las aulas enmudecían, los padres se resignaban y los alumnos sufrían una pausa en sus aprendizajes. Era la época en que la CNTE —un solo puño alzado— marcaba la pauta, como si el calendario escolar dependiera más de las asambleas que de la SEP.

Hoy, basta asomarse por la ventana o llevar al niño a la escuela para comprobar que las aulas están vivas. Las escuelas ya no tiemblan ante el llamado al paro; lo escuchan como quien oye misa: con atención, pero sin asistir.

¿Qué pasó? La respuesta no cabe en una consigna, pero empieza por una ruptura. Desde enero de 2020, la Coordinadora en Michoacán dejó de ser una y se convirtió en dos. Y luego en cinco. Y luego en trece. Se multiplicaron como espejos rotos. De un lado, los azules, más moderados; del otro, los rojos, bautizados como Poder de Base. Cada uno con su marcha, su megáfono, su manta. Todos en nombre del mismo gremio, ninguno con el respaldo de todos.

En los últimos años, mientras el Gobierno federal aumentaba los salarios por encima de lo imaginable y el Gobierno estatal limpiaba los sótanos del rezago administrativo, la CNTE se quedó sin bandera clara. No porque falten causas, sino porque sobran fracturas.

Las cifras son elocuentes: siete de cada diez trabajadores de la educación no confían en sus representantes sindicales. ¿Por qué? Porque los líderes parecen más ocupados en conservar privilegios que en defender derechos. Porque la lucha, cuando deja de ser por justicia y se convierte en patrimonio de cúpulas, pierde alma.

Y sin alma, no hay cuerpo que marche.

Hoy, las convocatorias son susurros. Las marchas, caravanas dispersas. Los paros, fantasmas que no cierran ni la dirección de grupo. Cada fracción se manifiesta por su cuenta: unos 30 por aquí, otros 200 por allá, acaso 400 en los días de mayor fervor. Nada que ver con aquellas mareas humanas que alguna vez desbordaron calles y titulares.

Lo peor no es la división. Lo trágico es la irrelevancia.

La CNTE, como Santiago Nasar, ignoró todos los presagios en la crónica de su anunciada muerte. Se dijo invencible, imprescindible, eterna. No vio venir su desmembramiento, ni escuchó a la base que, cansada de simulacros, decidió quedarse en el aula.

Y así, mientras los niños leen, mientras las maestras enseñan, mientras las escuelas abren, hay quienes siguen convocando a una lucha que ya no encuentra quién la siga.