Atrás han quedado los días de delgadísimas esperanzas, el esplendor de la tribu que se lanza al abismo sin teoría pero con el viejo método de conquistar las plazas de próceres ya asimilados por la costumbre del no pasa nada

Gustavo Ogarrio

Atrás ha quedado ya el reinado de la audacia y de la curiosidad, la era de ese arrastrar de cadenas y de los jóvenes en alta mar, morenos y greñudos, midiendo la velocidad de la historia, dando cátedra de instinto y desafiando la risa petrificada de cierto Príncipe anciano y grotesco que decretó desde su escritorio el arrasamiento de entrañas y zapatos perdidos en la Plaza de las Tres Culturas. Atrás han quedado los días de delgadísimas esperanzas, el esplendor de la tribu que se lanza al abismo sin teoría pero con el viejo método de conquistar las plazas de próceres ya asimilados por la costumbre del no pasa nada. Atrás ha quedado la fiesta de las piedras, gritos que se ahogaron en busca de más gritos. La caída del Dinosaurio ya no podía ser más el rostro de la esperanza. Lo de hoy es otra cosa, es una herencia triste de vía láctea, un viento nocturno que trae los olores del espanto. Sin embargo, no hay que desesperarse, queda mucho pasto para globalizarse, mil formas silenciosas de cabalgar la retirada y hacerse el sueco. Es hora de mecer el espíritu en las posibilidades de la lluvia y confiar en que ninguno de esos relámpagos vendrá por nosotros. Canciones alegres o taciturnas para nuestra redención cotidiana, goles entrañables que nos ablandarán el alma. Es hora de escapar de los cuadros dantescos que conspiran desde los diarios y revistas contra el espejismo de nuestras lejanías; o de cerrar la llave de las anécdotas lastimosas, de los rumores que llegan en la boca colectiva de aquellos que han sido acariciados por las tinieblas del ahora. En fin, negar absolutamente que estos días son similares al fin del mundo. Imaginar que no es nuestra esa sonrisa desdentada que ríe y calla sin descanso, adormecida por los tambores de guerra. Es mejor no mirar a los ojos a la bestia negra del presente. Los domingos son el agua tibia del olvido.