Gombrowicz subiría de manera apresurada al barco que lo exiliaría para siempre de la Argentina.
Witold Gombrowicz vivió en Argentina durante su exilio casi involuntario de veinticuatro años. Viajaba por el sur de América Latina cuando se enteró que Polonia había sido invadida por los nazis y que era imposible su regreso. Su obra fue la de un autor de la periferia europea, como fue y sigue siendo Polonia, que se exilia en otra periferia del mundo, la latinoamericana, y que lejos de reproducir el mito ya cansado de la imitación de lo occidental, más bien se decide a explorar literariamente por las condiciones terminales de lo periférico y la potencia de la inmadurez: el arrabal, la misma inmadurez como un valor literario y experimental, la inestabilidad del espacio urbano en las metrópolis no protagonistas del desarrollo económico, la juventud de sus culturas y la imposibilidad de rivalizar con un Occidente “maduro” y viejo.
Frecuentemente Gombrowicz se cruzaba con Jorge Luis Borges en alguna calle de Buenos Aires. Como una extraña, íntima e irónica forma de reconocimiento, cada vez que Gombrowicz veía a Borges le gritaba desde la acera contraria: “¡Hey Borges, acá Gombrowicz!”. Durante años, Gombrowicz le susurró a Borges, con su peculiar saludo en las calles bonaerenses, que los poetas y narradores de la cultura popular le llevaban la cuenta, es decir, que lo reconocían como un dulce y peligroso adversario en la disputa por nombrar el mundo, por dotarlo de significación. Al pie del barco que lo llevaría de vuelta no a Polonia pero sí a Europa, Gombrowicz fue abordado por un periodista que lo cuestionó sobre el futuro inmediato de la literatura argentina. La pregunta final del periodista fue más o menos la siguiente: “¿Qué tienen que hacer los argentinos para adquirir la deseada madurez literaria?”, a lo que Gombrowicz contestó: “¡Maten a Borges!”. Después de dar la mítica y enigmática respuesta, Gombrowicz subiría de manera apresurada al barco que lo exiliaría para siempre de la Argentina.