En 2014, México reformó su Constitución para romper con la figura del procurador subordinado al poder político. Nacieron entonces las fiscalías autónomas, con la intención de profesionalizar la procuración de justicia, garantizar imparcialidad en el uso del poder penal del Estado y asegurar que la justicia no dependiera del gobierno en turno

Lorena Cortés

En 2014, México reformó su Constitución para romper con la figura del procurador subordinado al poder político. Nacieron entonces las fiscalías autónomas, con la intención de profesionalizar la procuración de justicia, garantizar imparcialidad en el uso del poder penal del Estado y asegurar que la justicia no dependiera del gobierno en turno. La medida fue celebrada como un paso hacia el fortalecimiento del Estado de derecho.

Hoy, sin embargo, se abre un nuevo debate desde el poder federal: ¿esa autonomía se ha convertido en un obstáculo? ¿debe reformarse el modelo? La presidenta Sheimbuam ha planteado que es momento de revisar a fondo si las fiscalías cumplen con su función y si necesitan más herramientas o una reconfiguración institucional.

Algunos actores del régimen actual, incluyendo legisladores y operadores políticos de Morena, sostienen que la autonomía se ha vuelto un lastre para la procuración de justicia, ya que ciertos fiscales estatales, designados en gobiernos anteriores, estarían actuando con sesgo político y frustrando los esfuerzos de las nuevas administraciones para combatir redes de corrupción. Este argumento ha cobrado fuerza en el discurso oficial como justificación para replantear el modelo, aunque lo que en realidad revela es una falla en el diseño de los controles institucionales: no que la autonomía sea el problema, sino que nunca se consolidó con mecanismos eficaces de vigilancia ciudadana, rendición de cuentas y garantías de profesionalismo.

El contexto actual en México agrava esta preocupación. Mientras el país enfrenta niveles de violencia e impunidad alarmantes, el régimen en el poder parece más preocupado por controlar políticamente a las fiscalías que por emprender una reforma profunda y bien fundamentada del sistema de justicia. En lugar de partir de un diagnóstico serio, basado en evidencia, que identifique las verdaderas fallas estructurales —desde las policías municipales hasta el sistema penitenciario—, se ha optado por narrativas simplificadas que responsabilizan a la autonomía institucional de los fracasos del Estado.

El Poder Legislativo ha perdido su función como espacio de contrapeso efectivo y actúa de forma mayoritariamente alineada al Ejecutivo, lo que ha limitado el debate plural y el rigor técnico en la toma de decisiones públicas. El Poder Judicial, por su parte, atraviesa una transformación profunda y preocupante: tras una reforma constitucional impulsada desde el Ejecutivo y una elección sin precedentes en la historia democrática del país, ha sido seriamente cuestionado por organismos internacionales especializados,  que han advertido que la elección judicial por voto popular pone en riesgo la independencia judicial, fomenta la captura política de los tribunales y debilita la imparcialidad del sistema de justicia.

Sumado a ello, también el riesgo de uso político de figuras como la prisión preventiva oficiosa dibujan un panorama regresivo: menos garantías, más concentración del poder, y una justicia cada vez más instrumentalizada.

Pero más allá del nombramientode los fiscales, el reto mayor es lograr que el sistema de seguridad y justicia funcione de manera integral, coordinada y creíble, y no como un conjunto de instituciones fragmentadas que simulan responder, pero no resuelven.

Las víctimas de la violencia en México. familias de personas desaparecidas, mujeres sobrevivientes de violencia extrema, comunidades desplazadas por el crimen organizado, no necesitan reformas cosméticas ni disputas de poder. Necesitan verdad, justicia y garantías de no repetición. Necesitan instituciones que investiguen con independencia y que sancionen con legalidad.

Hoy, cuando más de 114 mil personas están desaparecidas, cuando el 98% de los delitos no se castigan y cuando el miedo ha reemplazado al derecho, cuestionar la autonomía de las fiscalías sin antes fortalecer su capacidad de respuesta es una forma de traicionar a las víctimas. Es ignorar que en el centro de toda política de justicia debe estar la dignidad de quienes han sufrido la violencia, no el cálculo del poder.

Por eso, reformar no puede significar controlar. Corregir no puede implicar someter. Y transformar no debe implicar recentralizar. México necesita instituciones que sirvan a la verdad y a las personas, no a los intereses del régimen en turno.