Jiribilla Política

Decían que después del covid no volveríamos a ser los mismos, que de manera individual y colectiva modificaríamos hábitos, conductas, formas de relacionarnos, que resignificaríamos el valor de la salud; física y mental, la familia, la comunidad, la vida misma, el despertar cada mañana, de todo aquello que aunque cotidiano, es terreno seguro, porque nos es natural o asumimos como dado, porque da paz, porque otorga certezas.

No en pocas veces unos y otros afirmamos entrar en una especie de reseteo mental y espiritual, retomamos la fe, la dieta y el deporte, nos replantemos el camino andado y nos prometimos un futuro distinto, abrazar más a los nuestros, hacer el viaje postergado, retomar el baile y las lecciones de inglés, encontrar el amor y hacer familia, o por el contrario, finalizar relaciones insanas, cambiar de empleo, emprender, vamos, ser más felices.

Nos dijimos ver la vida con otros ojos, esos otros, que develaron nuestra fragilidad y la transitoriedad de nuestra existencia, pero que al mismo tiempo fueron impulso para retomar tareas pendientes, tan simples o más complejas como repensarnos el propósito o sentido de nuestras vidas. En eso estábamos, cuando tan pronto fuimos dejando atrás las medidas sanitarias, retomamos el trajín diario, quizá aun sea pronto para saber si algo cambió o aún nos encontramos haciendo los ajustes.

La política como muchas otras actividades de la vida humana, no estuvo, ni debe estar fuera de esa búsqueda de sentido que alienta la crisis, por el contrario, su carácter social, obliga a un permanente cuestionamiento sobre el acontecer, lo presente y las posibilidades frente al futuro. Se ha dicho que la política, el ser político forma parte de nuestra condición humana, al tiempo sabemos que no nos es tan natural porque requiere de un conjunto de condicionamientos que posibilite ya no digamos la participación de lo público, sino a penas de la conciencia y el interés por lo colectivo, de lo que compete a todos, porque, aunque nos hace parte y sólo adquiere sentido cuando hay un otros, no es por sí misma una actividad primaria para la mayoría de la población.

De modo que, este encuentro con los otros que es origen y destino de lo político, no se traduce en automático en actos solidarios, generosos o benevolentes, pues la política no es ajena a esos otros elementos que forman parte del ser, y que más o menos perceptibles, según se encuentre entrenada nuestra capacidad de autocontención, como el egoísmo, la aspiración de reconocimiento, el individualismo, están ahí susurrando, siempre dispuestos a llegar al límite, al extremo, a la conducta que instintiva degenera en egolatría o megalomanía.

Basta mirar de reojo, para identificar en no pocos de quienes ejercen como profesión la política, características narcisistas, autoestima exagerada, comportamientos manipuladores, pobreza en sus relaciones afectivas, faltos de vergüenza o remordimiento, de capacidad verbal y personalidad seductora, de realidad distorsionada, tendientes a la mentira tanto como suelen resultarnos encantadores.

El poder, que es también origen y destino de la motivación política, es muestra evidente de su enfermedad congénita; esa misma que es concentradora, expansiva, autócrata, maliciosa porque en el camino para alcanzarle y mantenerle, en el tiempo y en el espacio, corrompe, destruye, avasalla, porque más allá de las voces o las ideologías que le enarbolan, sin distingo entre izquierda o derecha, es en su propia aspiración omnipotente, donde está situada su autodestrucción, esa que es también su fatalidad.

Es por ello que, evitar el aniquilamiento auto infringido de la política requiere límites, como contención individual, del ethos como la guía de la conducta, que se entrena en la capacidad de decisión, en el pensar y actuar, en consistencia, pero también en las reglas y controles porque fungen como diques a nuestra naturaleza, que es también la génesis del poder. Se trata, no de una concesión al contrincante o al enemigo sino una garantía de legitimidad del poder, de salvaguardar la política y no dar rienda suelta a los demonios, esos que una vez sueltos son incontenibles, y están ahí afuera y dentro del poder, porque no son leales a las causas o al altruismo sino al poder, a su ambición.

Porque nada garantiza que la buena voluntad de ahora será suficiente para contener una ola reaccionaria y perniciosa en el futuro, porque abrir la puerta, puede acabar por revertir incluso las motivaciones más justas. Y en ello me parece, radica también repensarnos permanentemente sobre la política, en el para qué y el sentido del poder, hacía donde vamos, justo ahora, no en un momento de crisis, pero sí como un punto de quiebre para el país, porque vislumbra un cambio de régimen y de entendimiento de lo público, y qué bueno, ya era tiempo de ponerle un alto a las mediocres oligarquías partidistas de quienes se dicen oposición, ya era hora, que una mujer ocupara una representación tan trascendental para la vida pública, y qué bueno, que hoy exista una visión de la política que incluya a los históricamente excluidos, que otorgue mejores condiciones de justicia y bienestar social, que rompa con la visión de la función pública como privilegio, y qué bueno que hoy se cuestione el conducir de una casta de notables, que se heredaron por años la potestad de la justicia en México, a propósito de la reforma al poder judicial.

Pero también, es justo en este punto de quiebre donde bien vale pensarnos y repensarnos, más de una vez, que las decisiones de hoy pueden acabar por mermar el legado y lo bien logrado, porque abrir demasiado la puerta, puede ser la misma ruta hacia la autodestrucción, porque acaba por encontrarnos cara a cara con nuestra propia naturaleza, que es también la del poder.