Nunca más el control remoto desde las inmediaciones del zoológico de fantasías acuáticas que ya es también la materia prima de lamentos como el de Johnny Lee Hooker

Gustavo Ogarrio

A la memoria de Miguel Enríquez, a 19 años del nunca más

Y detrás de sus pasos se fueron abriendo, lentamente, en el cálculo imperceptible de lo que se esfuma para siempre, las fauces absolutas del olvido. Un follaje amargo de oso hormiguero, el enroscarse de la serpiente muda que transmite la prolongación alucinada de los que se fueron, la tumba de algodón de una vieja tía de Tampico y las precipitaciones de la materia sobre el vacío. Estamos hablando de la ternura insolente del nunca más. Nunca más el micrófono como moscardón de palabras y números y risas y el viejo Muddy Waters que se disuelve en el cuenco de la lengua. Nunca más vamos a transmitir para todos ustedes esta glotonería de salivas que avanzan como ejércitos de ultramar hacia el continente inverosímil de la noche. Nunca más el control remoto desde las inmediaciones del zoológico de fantasías acuáticas que ya es también la materia prima de lamentos como el de Johnny Lee Hooker o acrobacias a cinco dedos como esa Layla de Eric Clapton o cosas tan tristes como el gran Thelonious Monk y ese piano que es más piano cuando brota de su traje de libélulas en blanco y negro algo así como “Round Midnight” y el no me olvides que se aferra a las partículas elementales de la vida.  

Parece una tontería, pero nunca más elevaremos nuestros niveles de veneno en la sangre como en aquellas tardes de viernes en las que el trono de la eternidad lo ocupaban mujeres fatales que desperdiciaban sus mejores sonrisas en canciones recién aprendidas de José Alfredo Jiménez o de Juan Gabriel. También es probable que hayamos sucumbido lentamente ante las navajas de la infancia y que nuestros espectros de caramelo macizo se estén retirando ya de la batalla bajo las leyes del contrabajo de Charles Mingus, por ejemplo.