Como todo proceso político, los resultados de la Reforma Judicial son inciertos. Su objetivo era eliminar las formas anquilosadas de juzgar con criterios elitistas y eliminar los vicios de deshonestidad que el sistema anterior había acumulado. De modo que la reestructuración del Poder Judicial no sólo involucraba una separación clara del cuerpo de vigilancia interna, el Tribunal de Disciplina Judicial –cuya presidencia recaía en la misma persona que dirigía la Suprema Corte de Justicia de la Nación, lo que hacía imposible corregir o cuestionar los procedimientos llevados a cabo por ellos mismos.
La amplitud y profundidad de la Reforma implicó también la sustitución de los integrantes de dicho poder, fuera cual fuera el nivel de competencia que ocuparan y el grado de virtud que mantuvieran. Independientemente de la actuación y el historial profesional de jueces y magistrados, se sometió a votación popular la pertenencia, o no, al mencionado poder. Lo cierto es que, independientemente del grado de corrupción que la institución mantenía, como el nepotismo o el influyentismo con el que muchos juzgadores procedían, podemos asegurar que no todos los jueces y magistrados eran corruptos. Existen casos bien claros de jueces estatales que, además de realizar su trabajo con pulcritud ética, tomaban cursos y se sometían a todas las evaluaciones necesarias para avanzar profesionalmente. Es el caso de muchas personas juzgadoras que trabajaron durante toda su carrera en uno o varios lugares remotos, alejados de las capitales de los estados, de acuerdo con las necesidades de la institución. Siempre con la esperanza de ser establecidos en municipios menos distantes (y a veces peligrosos) con el fin de poder estar cerca de su familia.
Los sacrificios y penurias de trabajar en el ámbito rural cuando se cuenta con familia los conocen las trabajadoras y trabajadores del ámbito de la salud y de la educación, por ejemplo. Pues el Poder Judicial no es la excepción. Todos los trabajadores aspiran a mejorar su situación laboral y hay quienes se esmeran en cumplir con los requerimientos, sin hacer uso de relaciones personales que los denigren o comprometan. Así las cosas, hubo muchos casos de jueces que, coincidiendo con los valores de honestidad promulgados por la cuarta transformación, creyeron que esta era su oportunidad para, sin depender de favores e influyentismos, acceder a posiciones laborales menos extremas a las que durante años habían sido relegados. Me atrevo a sostener que esta es la situación de la mayoría de los jueces que viven en municipios también muy marginados, resistiendo los avatares a los que los sometían los favorecidos con mejores posiciones. Generalmente hijos, parientes o amigos de los magistrados más deshonestos.
Desafortunadamente el proceso de democratización al que se sometieron no favoreció necesariamente a estas personas. Justamente su honestidad y falta de recursos políticos les jugó en contra. Las votaciones y, en general, el procedimiento masivo de la elección no permitió que se pusiera el cuidado necesario para llevar a cabo lo que pretendía ser un trámite democrático, limpio, que diera como resultado una integración mejorada de juzgadores. El discernimiento necesario para registrar a las mejores personas fue apresurado y permitió el registro de perfiles, a veces reprobables o, por lo menos, sin algún ápice de experiencia. En algunos casos candidatos cuya experiencia previa no coincide con los valores enunciados de probidad y honestidad, que resultaron ganadores gracias precisamente a su pericia para manejarse en el terreno de la política y no por sus cualidades de honestidad y de justicia.
En los momentos posteriores a las votaciones se habló inclusive de una especie de línea para los votantes. Se referían a la distribución de guías que circularon profusamente para orientar al votante, debido a la complejidad del proceso de elección de miles de juzgadores al mismo tiempo. Lo cierto es que si circularon esas guías, fueron elaboradas por muchos grupos de personas, la mayoría con nombres sustituidos por quienes las compartían, de acuerdo con sus intereses y preferencias particulares. De cierto, los ganadores fueron, en muchos casos, quienes supieron corromper el sistema, de acuerdo con experiencias previas en procesos electorales. De modo que algunos de los nuevos integrantes del poder judicial no gozan de garantía alguna para proceder con la justeza necesaria, ni son representantes de pureza ideológica o de virtud política.
Aunque tampoco el tribunal de disciplina judicial fue elegido con el rigor ético necesario, esperemos que la presencia de personas de honestidad irreprochable, como Bernardo Bátiz y otros integrantes comprometidos con la purificación de los procesos de justicia en nuestro país, den resultados. Por el momento es recomendable que la actividad vigilante de una sociedad cada vez más crítica sea incansable. Es el deber de cada ciudadano que confió en la transformación prometida en aras de la justicia se mantenga expectante, ante la responsabilidad social de los nuevos juzgadores. No es válido permitir que el nuevo sistema de justicia en nuestro país termine reproduciendo los mismos extravíos sufridos por una sociedad necesitada de justicia. El infortunio de aquellos que no resultaron favorecidos, habiendo sacrificado toda una vida de entrega y compromiso real con la justicia, nos lo exige.
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