Por: Alfredo Soria/ACG
Bajo la sombra de los pinos, entre la tierra húmeda y las hojas secas del bosque, asoma una joya que cada año es más difícil encontrar: el hongo amarillo. Brillante como un sol diminuto, este tesoro silvestre ha alimentado por generaciones a los pueblos de Michoacán, no solo con su sabor, sino con su historia. Hoy, su búsqueda se ha vuelto una carrera contra el tiempo.
“Hace como diez años, juntabas un buen montón en un pedacito. Ahora hay que buscarlo uno por uno”, cuenta Juana Hernández, una mujer mayor que lo vende cada temporada en el Mercado Independencia.
Aprendió a reconocerlo desde niña, guiada por su abuela y hoy su hijo se interna en el monte desde el amanecer hasta pasadas las dos de la tarde… para regresar con apenas un puñado.
Amanita basii es el nombre cientifico para este hongo, pero mucho más conocido como hongo de San Juan o tecomate crece sólo en libertad. No puede cultivarse. No hay invernadero que lo imite ni técnica que lo domestique.
Vive gracias a una relación íntima con los árboles: su raíz subterránea, el micelio, se entrelaza con las raíces de los pinos y encinos en una danza de intercambio.
“El hongo toma azúcares del árbol y a cambio le da nutrientes del suelo. Es una simbiosis mutualista”, explica Víctor Manuel Gómez Reyes, investigador de la Facultad de Biología de la UMSNH.
Pero esa relación está siendo rota. La tala, los incendios, el avance urbano y las huertas de aguacate están devorando los bosques. Y con ellos, a los hongos.
“Cada vez hay menos bosque, por eso hay menos hongos”, dice el biólogo. “Y no solo se pierde el hongo amarillo: se va borrando todo un conocimiento que lleva siglos construyéndose en las comunidades”.
Gilberta Sámano, cocinera tradicional de la comunidad indígena de Crescencio Morales, en el Oriente michoacano lo sabe bien. Para ella, el hongo amarillo es parte del alma de su cocina.
“Yo lo he hecho asadito en el comal, a la mexicana, o en molito rojo o verde. También lo frío con cebollita y chilito y cuando lo comes, es como si te estuvieras comiendo una carnita, así bien sabroso”.
No habla solo de cocina: habla de identidad. “Desde chica me acostumbraron a comerlo, ahora lo busco con mi familia, los niños lo esperan. Les gusta mucho.
“Y como solo sale en esta temporada, lo cuidamos, lo esperamos, lo celebramos”, cuenta la mujer.
La temporada dura poco: entre julio y agosto, dependiendo de las lluvias, con un pico a finales de julio y principios de agosto. Hay quienes logran encontrarlo hasta septiembre, si la humedad del suelo lo permite. Pero hay que caminar. Cada vez más lejos.
Arnulfo Alcántara, también vendedor, dice que ahora tiene que recorrer más horas que antes. “Antes donde quiera había, pero ahora ya no, porque ya tiraron todos los montes”, dice.
El precio ha subido. Hace 15 años costaba 100 pesos el kilo. Hoy ronda los 400. Aun así, el hongo se vende. Es de los más buscados en los mercados locales de Morelia, Pátzcuaro y Uruapan.
“Este hongo se ha consumido desde hace generaciones”, asegura Gómez Reyes. “La gente en los pueblos sabe exactamente cuándo empieza a salir, cómo cambia la temporada, qué especie aparece primero y cuál después”.
Y es que no basta con encontrarlo: hay que saber recolectarlo. El investigador explica que en las comunidades se maneja de forma cuidadosa: cortan el pie del hongo sin arrancar la base, para que el micelio no se dañe. “Pero hay gente sin experiencia que se mete al bosque por moda o por turismo, y eso puede causar mucho daño. Incluso intoxicaciones”.
Por eso insiste: “La regla número uno es no recolectar si no se tiene conocimiento. Si quieren probarlo, lo mejor es comprarlo a quienes llevan años recolectándolo y vendiéndolo. En los mercados hay gente que ha mantenido viva esta tradición”.
El hongo amarillo no es solo un ingrediente. Es un puente entre el bosque y la mesa, entre los abuelos y los nietos, entre lo que fuimos y lo que todavía podemos conservar. Cada que una mano lo pone sobre el comal, no sólo se cocina: se honra la tierra, se celebra el bosque y se defiende una memoria que aún late, aunque cada vez con menos fuerza.