La naciente corrupción que transforma a ex revolucionarios en soberbios empresarios nacionalistas

Gustavo Ogarrio

En el cuento “Luvina”, de Juan Rulfo, un profesor rural relata cómo es San Juan Luvina a otro hombre que la visitará. Es el relato de un forastero, de un ajeno al pueblo de Luvina y que representa a la cultura culta, alfabetizadora, que modernizara mediante la educación a un pueblo rural. Al evocar el día que llegó a este pueblo, enclavado en “los altos cerros del sur”, en la plaza solitaria de Luvina, con sus tres hijos, el profeso rural le pregunta a su esposa: “¿En qué país estamos, Agripina?”. La esposa se alza de hombros, toma a su hijo más pequeño y se pierde para ser encontrada después por su mismo esposo en la iglesia, rezando y con el niño dormido en sus piernas. El profesor, su esposa y los tres hijos pasan en la iglesia su primera noche en Luvina. Una marcha nocturna de todas las mujeres luvinenses se escucha como un “aletear de murciélagos”, mujeres de negro sobre fondo negro que en las madrugadas van por agua: un país rural cuya tragedia era más vieja que la Revolución Mexicana o que la Independencia, un país de murmullos espectrales en los que se confunden muertos y vivos a través del mito, de la voz comunitaria, escurridiza.

¿Qué país es el de Luvina? El de la fallida reforma agraria, el de la emergencia de una oligarquía moderna insaciable, el de la tremenda pobreza del campo, el de la naciente corrupción que transforma a ex revolucionarios en soberbios empresarios nacionalistas; un país de ruidos urbanos inentendibles, de modernización autoritaria y frenética de casi todo; el del gran proyecto modernizador a través de la educación pública que llegaba hasta el pueblo más apartado y que fracasaba de forma permanente, la incapacidad para trabajar a partir de los agravios y despojos que ha dejado la historia de México en el ámbito rural y en los pueblos indígenas.