Texto Asaid Castro/ACG
Son pocos los refugios sobre la orilla del Río Chiquito. Uno de ellos pertenece a Teresa, quien junto a su esposo y su perrita Daisy enfrenta la rutina diaria para sobrevivir, en situación de calle.
Morelia, Michoacán.- A la orilla del Río Chiquito, cerca del monumento a Lázaro Cárdenas, se levanta una casita hecha de lonas, bases de cama y maderas que el agua todavía no arrastra. Ahí vive Teresa, una mujer amable de 43 años, junto a su esposo y su perrita Daisy, que juega entre botellas vacías.
Vino desde Tacámbaro «nomás a cambiar la vida», confiesa. Apenas lleva un año instalada en este espacio que un hombre les «prestó», a unos metros de un puente peatonal, que fue el primer sitio donde Teresa levantó su refugio. Pero en una crecida, el río le arrebató varias de sus cosas.
Ella y su pareja trabajan de día y de noche reciclando: juntan botellas, fierro, aluminio, lo que la gente desecha. En una buena jornada sacan hasta 300 pesos; ya con eso compran huevos, café, pan y, de vez en cuando, sobras especiales para Daisy.
Una vida al lado del río
Las cosas al igual que la higiene es escasa, un fogón improvisado es la cocina de la pareja. Lo prenden a la hora que se necesita para preparar lo poco que tienen. A veces, Teresa es la única que sale a trabajar, mientras su esposo se queda cocinando. «Esta es la vida que me gusta, es el espacio donde me siento feliz», asegura.
En un rincón, junto a un árbol, adaptaron un baño —en realidad una pequeña carpa de lona—; a un lado, su lavadero donde permanecen cubetas con agua limpia. Con los mismos bidones de agua que cargan desde una purificadora pública a unas cuadras, cocinan, lavan trastes y se bañan.
«Con eso hacemos todo: comer, lavar, bañarnos. Hasta ahorita no nos hemos enfermado, gracias a Dios», explica, a pesar de vivir junto a un río de aguas negras, las enfermedades no han tocado su puerta.
Lejos de su tierra, pero con otra alegría
Hace un tiempo la policía los desalojó. Perdieron ropa, recuerdos y hasta unas alhajas de fantasía que Teresa guardaba en una mochila, con la ilusión de llevarlas a sus hijas —ya adultas— cuando regresara a Tacámbaro.
«Las estaba guardando para cuando fuera a mi tierra y llevárselas a mis hijas. La más chiquita tiene 23. Hasta ahorita, sinceramente soy feliz, porque antes estaba muy amargada», confiesa.
Aunque sonríe al hablar de ellas, admite que no le gustaría volver a su lugar de origen, desde la muerte de su padre, hace 24 años, se apagaron sus ganas de regresar. Ahora, junto a su pareja, dice haber encontrado calma, a pesar de todo.
Los vecinos la consideran tranquila y trabajadora. A veces le regalan comida. Ella pide solo una cosa: «Que la gente no nos discrimine. No nos metemos con nadie, lo único que hacemos es trabajar y vivir aquí».
Las noches de trabajo
Cuando oscurece y el aire huele a la humedad del caño, Teresa y su esposo cargan costales y caminan hacia el centro. Regresan al amanecer, cansados, con lo suficiente para sobrevivir otro día.
«Lo que me hace falta es un chango», dice, refiriéndose a un diablito para cargar material. «Porque a veces ya no aguantamos el peso».
Una vida «fácil», la vida en la calle
Teresa asegura que vivir en la calle no es tan difícil como muchos piensan, siempre y cuando uno no se apegue a lo material. Resisten juntos: ella, su compañero y Daisy, entre lonas y costales, con la esperanza de que mañana alcance para volver a encender la lumbre.
En particular, la situación de Teresa de vivir como vive, es su decisión, dice que ella es feliz así, junto Daisy, orejona y vivaz, que además es una de sus mayores alegrías. Duerme dentro de la casita y la acompaña a recolectar.
Teresa la trata con cariño: «Es la segunda que tengo, la primera me la robaron». Por eso ahora la amarra con un lazo, cuando ella y su esposo descansan adentro.
Usualmente, el día comienza tarde para ellos. Antes de bajar al río, apenas se ven unos pies que se asoman desde la casita de madera. Tampoco hay miedo de que crezca el río, asegura la mujer, pues están instalados en una parte «alta» del mismo.
Prefieren dormir en la mañana: la noche es mejor para trabajar y evitar el sol. Aunque reconoce que ninguna autoridad se ha acercado a ofrecerles ayuda, dice que no le interesa vivir en un refugio.
«En un refugio hay que tener hora y la verdad no. Al menos así me salgo a la calle a la hora que quiera (…) y aquí estoy con mi esposo, así soy feliz».