Al aceptar y celebrar la diversidad corporal, abrimos espacios para que todas las personas se sientan libres de vivir el verano sin miedo al juicio
Yazmin Espinoza, colaboradora La Voz de Michoacán
Con la llegada de las vacaciones, inevitablemente aparece en el imaginario colectivo la idea del “cuerpo del verano”. Esa imagen idealizada que nos venden en publicidad, redes sociales y hasta en conversaciones cotidianas, como si todos tuviéramos que lucir perfectos, delgados y tonificados para poder disfrutar esta temporada de sol, playa y vacaciones. La expresión “el cuerpo del verano” se ha convertido casi en un estándar cultural que determina quiénes “pueden” o “no pueden” sentirse cómodos y aceptados en esta época del año.
Pero esta visión, más allá de ser una invitación a cuidar la salud o a divertirse, suele ser un reflejo de los prejuicios que existen en torno a las corporalidades. Nos impone un modelo de belleza único y excluyente, que deja fuera la diversidad de cuerpos reales, esos que han sido marcados por la historia personal, las vivencias y hasta por el tiempo. ¿Qué pasa cuando cuestionamos esta idea y abrimos la puerta para aceptar todos los cuerpos en verano? ¿Qué significa realmente “tener cuerpo para el verano”?
Para empezar, es importante recordar que el cuerpo es más que una apariencia. Es el territorio desde donde vivimos la vida, nos movemos, sentimos, amamos y existimos. La escritora Audre Lorde lo expresó con fuerza: “Mi cuerpo es un territorio sagrado”. Este territorio guarda historias, emociones y experiencias que no se ven en un espejo ni en una fotografía perfecta.
Hay muchas razones por las que alguien puede no ajustarse al estándar del “cuerpo del verano”, y todas ellas son legítimas. El cuerpo cambia, crece, se transforma, lleva cicatrices, curvas, marcas que narran el paso del tiempo, maternidades, enfermedades o simplemente la libertad de vivir sin estar en constante juicio. Recordar esto es vital para desactivar esa presión que nos llega de todos lados, esa idea de que solo ciertos cuerpos “merecen” ser vistos, disfrutados o celebrados.
Recuerdo una vez que fui a la playa con mis hijas. Por primera vez no me importó verme bien, ni esconder esos rollitos o esas marcas que el tiempo y el amor maternal han dejado. Mi cuerpo era un reflejo fiel de la vida que llevo, de haber sido madre dos veces, de haber vivido. Y en esa aceptación me sentí plena, porque el verano dejó de ser una carrera por la estética y se volvió un espacio para disfrutar, para reír con ellas, para sentir la arena, el sol y el agua sin el peso del juicio propio o ajeno. En ese instante entendí lo que la escritora bell hooks señaló: “El amor propio es el primer acto revolucionario”.
Cambiar la relación con nuestro cuerpo implica desarmar prejuicios profundos, reconocer que no existe un único modelo válido de belleza ni de bienestar. Se trata de reivindicar el derecho a habitar nuestros cuerpos sin culpa ni vergüenza, a mostrar la pluralidad de formas y tamaños, porque como decía la poeta Maya Angelou: “Puedes ser el peor crítico de tu propio cuerpo, pero nunca olvides que tu cuerpo es un milagro”.
Este cuestionamiento no es solo individual, sino también político. Romper con la hegemonía del cuerpo ideal es desafiar una industria y un sistema que desde hace décadas ha impuesto cánones que afectan la autoestima y la salud mental de millones. Al aceptar y celebrar la diversidad corporal, abrimos espacios para que todas las personas se sientan libres de vivir el verano sin miedo al juicio.
Así, más allá de la moda o la estética, el verano puede convertirse en un momento para reconectar con la alegría de estar en nuestros cuerpos, para disfrutar de la naturaleza y la compañía sin cargar con expectativas que no nos representan. La invitación está hecha para abrazar el verano con el cuerpo que tenemos, con todas sus historias, cambios y bellezas únicas. Porque al final, el cuerpo del verano no es uno solo: es el que cada persona elige vivir y amar.