Mirador Ambiental
No deberían ser votados aquellos aspirantes a puestos de representación popular o a funcionarios públicos que tuvieren antecedentes de haber cometido una violación a los derechos humanos. Las razones son bastantes claras.
Quienes violan derechos humanos atentan contra los valores más importantes que cohesionan a cualquier sociedad. No son personajes confiables ni tampoco contribuyen a consolidar el respeto por los otros, a reconocer y a valorar la humanidad de los demás. Como en ellos recae la obligación de hacer valer la ley entonces no tienen autoridad moral para aplicarla.
¿Quién toma en serio al servidor público que va pregonando el respeto a la vida cuando él mismo ha matado? ¿Quién aplaude al que pisotea la libertad personal y esclaviza al otro? ¿Quién hace loas al que discrimina, o al que pone en riesgo la seguridad física, moral y psíquica de los otros?
Por la misma razón por la que a los narco políticos no se les debe permitir acceder a la representación pública y jamás deberían estar en una boleta electoral o figurar en el directorio de una institución gubernamental, por esa misma razón tampoco un delincuente ambiental puede serlo.
Los derechos humanos son los pilares básicos sobre los que descansa nuestra constitución, y con ella por supuesto todo nuestro Estado de Derecho, sin ellos no existe eso que llamamos el “pacto social”, esa entidad física real, compleja, en la cual vivimos todos bajo la condición de ser respetados y por la cual existe la gobernabilidad.
De ahí la contradicción irreconciliable entre los propósitos factuales, ético-políticos, del pisoteador de derechos humanos (DH) y el acto de representar a la sociedad en la función pública.
Permitirles ejercer la función pública es tanto como inocular veneno a un cuerpo sano y una bofetada en pleno rostro a los ciudadanos. Cuando los gobiernos descuidan la integridad humanista de sus representantes y funcionarios (constituida por la práctica y aprecio de esos derechos) entonces se abren las puertas para que los derechos humanos universales se vean vulnerados.
Pasar por encima de esos derechos casi siempre tiene un propósito económico, aunque el evento esté anclado en una reprobable tradición. Si entre quienes ejercen el poder existen personas con semejante historial (anti DH) las posibilidades de inclinar la función pública en favor de intereses económicos que los pisoteen será siempre una ruta bastante cierta.
Cuando se habla de los DH en nuestro contexto es común que se haga referencia a los derechos que más se han visibilizado como el derecho a la vida, la no discriminación, el derecho a la educación, la libertad de tránsito, el derecho a la salud, la igualdad ante la ley, la libertad de expresión, o la igualdad entre mujeres y hombres.
Sin embargo, la cultura común, incluida la de los políticos, suele dejar fuera uno de los derechos más actuales, decisivos y vibrantes.
Si se encuestara a políticos y funcionarios sobre éste, lo identificarían en el mejor de los casos como un derecho secundario, “débil”, y en el peor, que es el generalizado, lo tendrían como inexistente. Es un derecho decisivo y vibrante porque de su observancia depende el presente y futuro de la vida de los habitantes de un poblado, de un estado, de la nación y del planeta.
No obstante, entre la clase política pulula la creencia de que es un derecho prescindible y hay quienes lo banalizan y hasta ridiculizan, excluyéndolo en la práctica de sus ejercicios gubernamentales. El derecho al que nos estamos refiriendo está instituido en el Capítulo Primero de nuestra Constitución, en el que están escritos nuestros Derechos Humanos, en el artículo 4, y se trata del Derecho Humano a un Medio Ambiente Sano.
El abandono que sobre esta norma ha tenido el Estado mexicano desde que se introdujo en junio de 1999 en la Constitución ―agregado a los descuidos previos en la conservación de la riqueza ambiental de México―, nos ha llevado a una condición por todos conocida y sufrida que denominamos crisis ambiental.
Este derecho, a propósito, evadido por políticos mexicanos y su sistema productivo, ha ido mermando ―ya en los últimos años con rapidez― la riqueza ecosistémica del país en aras de la productividad y reduciendo las expectativas de bienestar y vida de todos.Esta fiebre de “progreso”, entendido como sinónimo de destrucción de bosques y aguas en aras de la hiper modernidad consumista y la rentabilidad, ha sido acompañada desde el poder a través de leyes y políticas que legitiman la destrucción y de la cual también se han beneficiado representantes populares y servidores públicos.
Los representantes populares y servidores públicos se han convertido en promotores sistemáticos de la violación del derecho a un medio ambiente sano. Y lo hacen con pleno cinismo e impunidad. Algunos de ellos han llegado a esas posiciones gracias al poder económico que han acumulado haciendo negocios a costa de delitos ambientales como el cambio de uso de suelo, la tala ilegal, la privatización de aguas, o la contaminación aguas, suelos y aire.
Es una ignominia contra los derechos humanos, y una burla a la ciudadanía, que los políticos que han cometido delitos ambientales, y por ello han atentado contra la vida de las personas, se presenten a las urnas como la fresca mañana, sin que haya nada que los frene.
Senadores, diputados y sobre todo presidentes municipales en funciones, suelen estar vinculados con daños ecocidas a los ecosistemas de los territorios sobre los que han erigido su poder político.
Y aunque la simple lectura de la ley nos hace ver que están cometiendo delitos hasta ahora no existe en la norma electoral y en la administración pública el ordenamiento correspondiente que prohíba a estos delincuentes acceder al poder y a la función pública. La ley debería ser clara: ningún ciudadano que haya violado los derechos humanos al cometer delitos ambientales podrá competir para un puesto de representación política, y en su caso, tampoco podrá ser convocado a ser funcionario público.
Esta norma evitaría la continuidad de los lobbies que cabildean en los centros de decisión del Estado los intereses de empresas ligadas con los delitos ambientales, en el caso de Michoacán como las del aguacate, las de frutillas, las mineras, las empresas constructores de sistemas privatizadores de aguas y las proveedoras de tecnologías antiecológicas.
Una ley semejante, que deberá ser aplicada a todos aquellos que violan cualquiera de los derechos humanos, además de desarticular grupos de protección política de los infractores, contribuiría a arraigar la cultura de los derechos humanos entre la clase política, que cree que eso es solo discurso y no le merece una observancia responsable.
*El autor es analista político, experto en temas de Medio Ambiente, e integrante del Consejo Estatal de Ecología