Un hospital, una desapercibida plazuela, la fuente de una esquina, un convento, una reja…, son parte de los extraños sucesos que la gente cuenta han ocurrido en la ciudad.
Redacción / La Voz de Michoacán
Morelia, Michoacán. La “ciudad de la cantera rosa” no solo posee una riqueza cultural, artística y arquitectónica, además de su gente, que encanta a locales y visitantes; también posee misteriosos tesoros que han pervivido por generaciones.
En esta Noche de Muertos, te presentamos estas leyendas que seguramente te vendrán a la mente cada que pases por esos lugares de la ciudad.
ESCALOFRIANTES SUCESOS EN UN HOSPITAL DE MORELIA
Por sus pasillos y habitaciones se escuchaban gritos desgarradores, abrir y cerrar de puertas, movimiento de objetos y más ruidos sin explicación razonable alguna.
Lo llamaron el “Hospital fantasma” de Morelia que, si bien es una incógnita de cuál se trata, las historias que de él se cuentan son escalofriantes.
La leyenda relata que en este lugar ocurrieron extraños sucesos, de los cuales fue testigo directo el vigilante con más años de antigüedad.
En el quirófano de ese hospital, según los relatos, se escuchaba el caer de utensilios al suelo y lamentos escalofriantes.
Y en la morgue rechinaban las puertas y eran perceptibles al oído extraños sonidos que, de acuerdo a una explicación lógica, serían producto de la última exhalación de los cadáveres al expulsar gases de su interior; sin embargo, lo misterioso eran los ruidos del movimiento de puertas y las camillas que se movían de lugar de manera inexplicable.
Testigos aseguran que por el lugar deambulaba un alma en pena, una mujer con bata blanca que caminaba por los pasillos en completo silencio y a su paso dejaba manchas de sangre en piso y paredes.
Sin embargo, cuando los intendentes recorrían la ruta por donde la mujer había pasado, ella y la sangre desaparecían.
La presencia fantasmal sería de una paciente a quien le hicieron un trasplante de riñón, pero no resultó de la manera esperada, y nadie vio que despertara tras intervención quirúrgica.
Pero cuando personal del hospital regresó a la habitación, se percató que la ventana de ese cuarto del octavo piso se encontraba abierta.
Al asomarse, vieron que la mujer se había arrojado, quizá debido a los dolores insoportables.
¿Cuál sería este tenebroso hospital?
Hace años, según la leyenda, se decía que el inmueble del “hospital fantasma” aún se encontraba en operaciones; ahora dicen que ya no.
Pero si la mujer de la que habla el relato se aventó desde un octavo piso, no había otro con una altura mayor, más que el que se construyó en el terreno donde estaba el antiguo Hospital General de Morelia.
Ahí, en un área de 30 mil metros cuadrados, entre las avenidas Madero y Nocupétaro, el 4 de mayo de 1897 se comenzó a construir el antiguo Hospital Civil de la capital michoacana, un edificio de corte colonial que fue inaugurado en 1901.
Pero en ese lugar sólo duró 56 años, pues en 1957 fue trasladado a la ubicación que hasta hace poco ocupaba el Hospital Civil Dr. Miguel Silva, cerca del Bosque Cuauhtémoc.
El edificio del antiguo hospital fue demolido y el espacio fue ocupado años después por la que hoy es la Unidad Médico Familiar del IMSS No. 80.
Y en el entonces llamado Hospital Regional No. 1 del IMSS se levantó la torre médica, que fue inaugurada el 19 de enero de 1975, y ya no existe.
¿Será que la emblemática torre de Nocupétaro, que duró 40 años en pie, fue el “hospital fantasma” de Morelia?
"LA APARECIDA" EN ESTA DESAPERCIBIDA PLAZUELA
Cuentan que las personas que caminan solas por una plazuela de Morelia, ubicada en el Centro Histórico, en ocasiones ven a una niña que se les acerca con la mano extendida; la mayoría piensa que pide limosna, y cuando buscan alguna moneda con qué ayudarle, al volver la mirada ella ya no está.
Ahí, entre la avenida Tata Vasco y la calzada Fray Antonio de San Miguel, y frente al Santuario de Guadalupe, existe un sitio cuyo nombre es poco conocido para muchos morelianos, donde en 1809 ocurrió el paranormal suceso, según cuenta la leyenda de “La Aparecida”.
De acuerdo con el relato, en esa plazuela, conocida hoy como Jardín Azteca, en ese entonces existía un panteón a donde un caballero con elegante capa, pero de familia humilde, de nombre Don Sebastián Ordaz, acudía a diario a visitar la tumba de su hermano.
En una tarde fría de octubre, el hombre se percató de la presencia de una niña entre los árboles del panteón, de entre 10 y 11 años de edad; pálida, de tez blanca, con enormes ojos azules y vestía de blanco y su cabellera suelta le llegaba hasta la cintura.
Don Sebastián le cuestionó si estaba perdida, a lo que la niña asintió con la cabeza afirmativamente.
– ¿Quieres ir con tus padres?, preguntó. Ella con el mismo gesto volvió a contestar que sí.
Entonces tomó a la niña de la mano, pero la soltó casi de inmediato al sentir su temperatura muy fría de la niña, por lo que se quitó su capa y la cubrió. También se frotó las manos para tibiarlas y darle un poco de calor a la menor y la acompañó a buscar a sus padres.
Dieron la vuelta al cementerio, pero no encontraron nadie; sin embargo, la niña señaló una tumba. El caballero, pensativo y confundido, consideró otra opción: quizá perdió a sus padres y fue a visitarlos, o se escapó de su casa y no sabía cómo regresar.
Pero la niña, con la mirada en el horizonte, apuntó hacia otra tumba. En ese momento don Sebastián fijó su mirada en la mano de la pequeña y se dio cuenta que le faltaba un dedo del que escurrían ininterrumpidas gotas de sangre.
– ¿Te cortaste?, preguntó el hombre. Y nuevamente con el movimiento de su cabeza dijo que sí. Esta vez, con mayor atención, don Sebastián se dio cuenta que la extremidad no había sido producto de un accidente, sino de algo más.
El hombre interpeló a la misteriosa menor sobre si alguien le había provocado la herida y la respuesta afirmativa lo hizo hervir en cólera.
– ¿Sabes quién te hizo daño?, cuestionó. Sí, respondió la niña.
Con más furia, el caballero levantó la voz y dijo a la niña: ¡Llévame con esa persona para exigir la reparación del daño! ¡Quiero que se haga justicia ante lo que te hizo!
Ella lo guio entre los pequeños senderos de ese camposanto hasta detenerse una vez más al pie de una tercera tumba. El caballero de nuevo se sorprendió.
– Pero, ¿qué es esto?, ¿esta es la persona que hizo daño?, preguntó. Con el movimiento de la cabeza, la niña respondió que sí.
Entre el desconcierto, don Sebastián expresó que si la persona que le había hecho daño estaba en ese lugar, entonces ya está enterrada y bajo las piedras, “ya no puede hacerte daño”, le dijo.
La niña lo miró fijamente; él exclamó: ¡Creo que no me entendiste, el hombre que te hizo daño está enterrado aquí!, pero ahora la respuesta de la niña fue que no.
– Y si no está enterrado aquí, ¿dónde está?, insistió el caballero.
– ¡Ahí!, respondió la niña voz fuerte y señalando hacia el hombro izquierdo de don Sebastián, que casi se desmaya.
Don Sebastián impresionado volteó hacia el lado señalado por la niña, como si alguien estuviera a su espalda, y cuando volvió la mirada, se espantó de lo que vio: su capa estaba tirada en el suelo, pero ella había desaparecido.
En la lápida de la tumba que la escurridiza niña señaló estaba inscrito el nombre de Quinto Peralta. El hombre recogió su capa, fue a su casa, tomó nota de lo acontecido y al día siguiente acudió ante los franciscanos de San Diego para saber más al respecto.
Los religiosos dijeron a don Sebastián que unos ladrones entraron a robar a la casa de esa familia, pero al ser descubiertos, mataron a todos sus integrantes, incluso a la niña, a la que le arrancaron un dedo para hurtarle un anillo de oro que portaba.
Don Sebastián, asombrado, pidió ir a la casa de Quinto Peralta, al suponer que ahí se encontraban los bienes robados. En efecto, las autoridades encontraron pertenencias de muchas familias, también el anillo de la niña.
Quinto Peralta, quien era considerado por muchos como un hombre respetable, en realidad era el jefe de una banda de ladrones.
La familia del fallecido ladrón, al enterarse de lo sucedido, vendió la casa, regresó los bienes a las familias localizables y el resto lo donó. Pero la vergüenza orilló a los familiares a abandonar la antigua Valladolid.
El cuerpo de Quinto Peralta fue exhumado a fin de exorcizar la tumba y desacralizar la tierra, y cuando terminó al ritual, don Sebastián preguntó cuál era la relación con la niña y todo lo que había visto.
– No sabes qué gran favor te hizo esa niña, porque tú, Sebastián, ya traías trepada el alma maldita del malhechor en tus hombros, y si la niña no te lo hubiera espantado, te lo hubieras llevado a tu casa y habrías tenido sueños malignos, visiones o tal vez hasta una posesión satánica, respondió el exorcista.
A partir de ahí, La leyenda refiere que en ocasiones la niña, con la mano extendida, se aparece a personas que caminan solas por la zona; infieren que pide limosna y mientras se distraen buscando con qué ayudarla, como una monedita, al volver su mirada la niña ya no está y no deja rastro.
La foto misteriosa y aterradora
Muchos años después de aquel acontecimiento, por la década de los 20 en el que hoy se conoce como Jardín Azteca, colgaron de un árbol a un maleante que había sido fusilado previamente.
Para dar cuenta de este testimonio, las autoridades tomaron una fotografía, pero cuál fue la sorpresa que cuando revelaron la imagen y la llevaron para integrar el expediente, el fotógrafo observó la figura de una niña.
Creyeron que era la hija del fotógrafo, pero éste lo negó y aseguró que no había menores en el lugar.
También investigaron con los carretilleros, pero tampoco llevaban niños. En la foto también había la sombra de dos personas, a quienes sí recordaron, pero no a la niña.
Casi en primer plano, en la parte inferior derecha de la captura, se aprecia a la niña viendo el cadáver. La menor coincide con la descripción de la llamada “Aparecida” en el cementerio de San Diego.
UN FUENTE MILAGROSA, ATRÁS DE CATEDRAL
En la calle García Obeso, ahí en la esquina donde comienza Guerrero, en el Centro Histórico de Morelia, existe un lugar que, quizá por la rutina diaria de transitar por la zona, pasa un poco desapercibido, pero encierra una mística historia digna de conocerse.
Por la noche, este rincón moreliano luce iluminado y apacible; el sonido de alguna lechuza y el ladrar de los perros interrumpen el silencio, otras veces lo hace el bullicio de los antros que están cerca y de quienes salen de ahí a altas horas de la madrugada los fines de semana.
Este lugar se construyó en 1871, en un terreno que en su momento perteneció a la huerta del Convento de San Agustín, cuya finalidad era proveer de agua a los vecinos de las antes llamadas calles del Tecolote y del Alacrán.
Cuentan que hace mucho tiempo, en el sitio referido de la antigua Valladolid, una mujer, en compañía de su pequeña hija, se reunió con sus amigas para contarles del viaje que había hecho a España.
Después de estar jugando por un rato, la niña dijo a su madre que tenía sed, necesidad que le manifestó con insistencia, pero entre la emoción de estar relatando sus andanzas por aquel país, la mujer solo dijo a su hija que fuera a la fuente a tomar agua.
La pequeña obedeció, sin embargo, al inclinarse demasiado, cayó al agua. La mamá al principio no se dio cuenta, pero cuando volteó, se percató de que su hija no podía salir y se estaba ahogando.
Desesperada, comenzó a pedir auxilio, cuando de repente bajó un ángel del cielo, tomó a la niña, la cargó entre sus brazos y la depositó en los de su madre.
Y a la fecha un ángel guardián se erige en el centro de la fuente, encima de una columna, de la que brotan chorros de agua: es la Fuente del Ángel.
LA MANO NEGRA EN AQUELLA CELDA DE UN ANTIGUO CONVENTO
En aquella celda conventual, en la madrugada se escuchó un extraño ruido mientras el fraile leía a luz de la vela.
Cuenta la leyenda que ocurrió al interior de la construcción que data de 1550, ubicada entre las calles Abasolo y Antonio Alzate, en el primer cuadro de la antes llamada Nueva Valladolid, hoy Morelia.
El padre Morocho, un sacerdote reconocido por sus virtudes personales y habilidades artísticas, como en la pintura, se encontraba de visita en el Convento de San Agustín, donde por la noche en su habitación se puso a leer.
Entonces sucedió el tétrico evento. Al escuchar el sonido al lado suyo, giró la cabeza y ahí estaban unas manos negras, cuyos brazos no se veían, perdidos en la penumbra entre la oscuridad de la celda y la luz de la veladora.
Una de las manos apagó la flama, pero el extraño suceso no inquietó al padre Morocho, al contrario, habló con ese ente que apenas lo distrajo, a quien le dijo: “Ahora, para evitar travesuras peores, con una mano me tiene usted en alto la vela para seguir leyendo y con la otra me hace sombra a guisa de velador, a fin de que no me lastime la luz”.
Las manos obedecieron las instrucciones del religioso: una tomó la vela, la otra hizo sombra, hasta que apareció la luz del sol, y el padre Morocho dictó otra orden: “Apague usted la vela y retírese. Si necesito de nuevos servicios, yo lo llamaré”. Las manos desaparecieron.
No fue la única vez que pasó, pues la convivencia del sacerdote y las manos se prolongó por días; ellas le ayudaban a leer y también a pintar paisajes de Morelia.
Llegó el momento de la partida del agustino, pero en la noche previa, una de las manos negras le señalaba con insistencia hacia un punto específico de la celda. ¿Un tesoro? El padre Morocho no cayó en la tentación de comprobarlo, porque no era un ambicioso de riquezas.
De este hecho quedó registro escrito en el convento, que años después leyó un novicio de la orden religiosa y al examinarlo con detenimiento, descubrió que la celda donde habían ocurrido los sucesos era la misma que ahora él habitaba.
Corrió a la habitación, buscó el lugar que la mano le había señalado al padre Morocho y encontró un gran tesoro.
LA MANO EN LA REJA
En su versión más corta, cuenta la historia de una hermosa joven llamada “Leonor”, quien era objeto de celos de su madrastra a tal grado que la encerraba en el sótano. Desde ese sitio, pedía agua y comida a las personas que iban pasando y así conoció a un joven que prometió casarse con ella.
Mientras el joven enamorado de Leonor viaja fuera de Valladolid y buscaba por todos sus medios acceder al matrimonio para así liberarla, el acceso por donde la joven pedía ayuda fue tapiado para impedirle cualquier contacto con el mundo exterior. Al regreso del hombre, la mujer fue encontrada muerta.
La leyenda dice que su mano todavía puede verse por noche en la reja del edificio que hoy alberga al Centro Cultural UNAM.