Jiribilla Política

A propósito de reformas constitucionales, hasta el 5 de febrero pasado, en el marco de los 107 años de la promulgación de la Constitución mexicana se contabilizaban 256 reformas, a estas habría que sumar las tres últimas con las que finalizó la administración lopezobradorista hace apenas un mes; la reforma al Poder Judicial, pueblos y comunidades indígenas y el traspaso de Guardia Nacional a la Secretaría de la Defensa.

Tres de una veintena de propuestas presentadas por el presidente Andrés Manuel López Obrador, que fueron si no el centro de la disputa electoral de este año, sí el impulso que sostuvo la consigna del denominado plan C, como el llamado a votar de manera homogénea por Morena en todos los cargos de representación, y que hoy, con una nueva integración en el Congreso, el partido gobernante y sus aliados garantizan la aprobación de las modificaciones constitucionales en cuando menos la primera mitad del sexenio de la presidenta Claudia Sheinbaum.

La reforma constitucional al poder judicial, que busca someter a votación el nombramiento de jueces y magistrados en el país, ha sido como ninguna otra, ampliamente analizada y discutida en la opinión pública, en sus causas como en sus posibles efectos, su proceso político, sus alcances internacionales, los conflictos laborales, lo mismo que en su implementación técnica, además de los procedimientos judiciales aún en curso y el pronunciamiento todavía pendiente, de la propia Suprema Corté de Justicia sobre el análisis de la constitucionalidad de la reforma.

Si bien todas las modificaciones constitucionales, guardan por el hecho de serlo una trascendencia casi obvia, ésta tal como lo hemos analizado en otras entregas, plantea una importancia medular, al dar paso a un cambio de régimen, que altera de manera sustantiva la parte orgánica de la Constitución, es decir, la distribución de los poderes del Estado, al situar la legitimidad del poder judicial, en la representación popular a través del voto ciudadano, generando con ello, una separación de poderes más flexible respecto de los otros dos poderes, cuyo éxito, el de futuros jueces y magistrados, penderá de manera más desvergonzada de su cercanía con los grupos de poder locales; políticos y económicos.

No porque antes estos vínculos de dependencia no existieran, bajo el modelo anterior, muchas veces encubierto en la carrera judicial, sino porque ahora serán no solo permitidos, sino que reglamentados e institucionalizados; al trasladar, sí las ventajas de la democracia representativa, pero también los males regionalizados de las elecciones en nuestro país como la compra y coacción del voto, el financiamiento ilegal de las campañas, la intrusión de los grupos del crimen organizado, la falta de integridad y apego a la legalidad por parte de los actores, como la presencia misma de la violencia. En eso, ninguno podrá darse por sorprendido.

Con este primer reacomodo, ha iniciado con una rapidez inusitada la organización del proceso electoral de los primeros cargos judiciales que serán electos el próximo año en el país, tan pronto se presentaban las reformas secundarias a la reforma, cuando casi en simultáneo, hace un par de días, fue aprobada por el Senado la reforma sobre la supremacía constitucional que frena la posibilidad de impugnar reformas a la Constitución; es decir justo la determinación aún pendiente por resolver en la Suprema Corte sobre el análisis de constitucionalidad a la reforma judicial.

La envergadura de los cambios institucionales que estamos atestiguando en menos del primer mes del nuevo gobierno son inquietantes, no el sentido en el que ha centrado la oposición sus argumentos, al afirmar que vamos directo hacia al autoritarismo, sino porque desde el poder en turno se afirma con extrema confianza que no habrá camino de retorno, porque se asume frente a una apaciguada oposición maltrecha, una hegemonía inalterable, incluso se habla de irreversibilidad por años o generaciones, porque aunque prioriza la dignificación del quehacer público, bajo una visión humanista de la función y centra su legitimidad en la representación popular, ésta olvida que sus cimientos no sólo se enraízan en la indignación y la esperanza que ha representado indiscutiblemente la cuarta transformación para millones de mexicanos, sino también, en la complacencia y voluntad de poder de quienes a la sombra de la transformación, una vez más, ven relamer sus bigotes.

Hace poco más de una semana la presidenta Claudia Sheinbaum, anunció el cambió de nombre de la Secretaría de la Función Pública a Secretaría Anticorrupción y de Buen Gobierno, en la que se prevé asuma las funciones de transparencia y acceso a la información pública del todavía INAI, entre otras acciones enfocadas a la prevención y control de la corrupción, pero sólo enfocadas en el ámbito de la administración pública federal, y que aunque previsible, se replique el modelo en las entidades federativas, descuida a los municipios, como al resto de los poderes y órganos autónomos, entre otros denominados sujetos obligados, que no están exentos de conducirse de manera poco íntegra.

Por ello, a propósito de las reformas venideras, así como en 2011 se reformó la Constitución para que todas las autoridades del poder público, en el ámbito de sus competencias, velaran por la promoción, respeto, protección y garantía de los derechos humanos en el país, bien valdría pensarse la función anticorrupción como una función de Estado y no de un poder, un orden de gobierno, o partido, al constituirse la obligación de combatir la corrupción, de todos y cada uno de quienes sin importar la materia, ostenten una responsabilidad pública.